Una de las quejas más frecuentes
actualmente de maestros y profesores, y que ponen de manifiesto las
dificultades con las que tienen que vérselas día a día, se refiere a la falta
de educación en los alumnos. Esta falta de educación, en ocasiones falta de
civilización, está en el origen de toda una serie de comportamientos y
actitudes de los alumnos como, por ejemplo, no estar quietos en clase, no
atender ni escuchar, no hacerle caso a las indicaciones del profesor, faltarle al
respeto, así como a los compañeros o al personal no docente, inexistente
curiosidad intelectual, desinterés generalizado y ausencia de trabajo o
esfuerzo, entre otros. Los enfoques pedagógicos actuales han inclinado también
la balanza hacia ese lado. Sin embargo, esta educación mínima de la que
hablamos no es intercambiable. Estamos ante un grave error de enormes
consecuencias psicológicas y sociales. Los profesores pueden aportar
conocimientos, contenidos y enseñanzas, poner en práctica y desarrollar ciertas
habilidades relacionadas con la tarea, proporcionar herramientas de reflexión y
pensamiento, transmitir cultura, en resumidas cuentas. El profesor no puede
afrontarlas en soledad. Educar no es simplemente informar, no es inculcar
normas o valores a modo de consignas, mediante situaciones simuladas y a ser
posible lúdicas. Los padres "educan" al niño ya desde los primeros
meses de vida, introduciéndole en el lenguaje, enseñándole el sí y el no,
dándole un lugar en el mundo, con sus posibles límites y normas, por ejemplo,
el respeto al otro, transmitiéndole valores éticos y morales y normas de
convivencia social. Todo ello transcurre en la relación padres-hijos, en ese
entramado de palabras, afectos, actitudes, sentimientos, deseos,
identificaciones y expectativas que la conforman. No es posible educar sin
implicarse subjetivamente, sin estar ahí, sin guiar o aconsejar, sin delimitar
algunos impulsos del niño. Sin embargo, en nuestros días abundan las familias
en las que los padres han desistido de educar o que simplemente no ejercen su
papel de educadores. Quizá debido a la propia falta de educación y cultura, al
cansancio o desbordamiento ante las exigencias laborales o económicas, o a la
reacción a una educación excesivamente autoritaria. A veces los padres no
toleran la incomodidad que educar les supone, y en ocasiones incluso temen
inconscientemente perder el amor de su hijo. Abunda la confusión de que ser
buenos padres equivale a ahorrar al niño cualquier sinsabor o contratiempo, y a
darle todo lo que pide. Es preciso reflexionar, serenamente, sobre estas
posiciones que están en el origen de muchos problemas escolares, tanto de los
alumnos como de los profesores.
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