viernes, 9 de noviembre de 2012

El síndrome de ''la falta de educación''

Una de las quejas más frecuentes actualmente de maestros y profesores, y que ponen de manifiesto las dificultades con las que tienen que vérselas día a día, se refiere a la falta de educación en los alumnos. Esta falta de educación, en ocasiones falta de civilización, está en el origen de toda una serie de comportamientos y actitudes de los alumnos como, por ejemplo, no estar quietos en clase, no atender ni escuchar, no hacerle caso a las indicaciones del profesor, faltarle al respeto, así como a los compañeros o al personal no docente, inexistente curiosidad intelectual, desinterés generalizado y ausencia de trabajo o esfuerzo, entre otros. Los enfoques pedagógicos actuales han inclinado también la balanza hacia ese lado. Sin embargo, esta educación mínima de la que hablamos no es intercambiable. Estamos ante un grave error de enormes consecuencias psicológicas y sociales. Los profesores pueden aportar conocimientos, contenidos y enseñanzas, poner en práctica y desarrollar ciertas habilidades relacionadas con la tarea, proporcionar herramientas de reflexión y pensamiento, transmitir cultura, en resumidas cuentas. El profesor no puede afrontarlas en soledad. Educar no es simplemente informar, no es inculcar normas o valores a modo de consignas, mediante situaciones simuladas y a ser posible lúdicas. Los padres "educan" al niño ya desde los primeros meses de vida, introduciéndole en el lenguaje, enseñándole el sí y el no, dándole un lugar en el mundo, con sus posibles límites y normas, por ejemplo, el respeto al otro, transmitiéndole valores éticos y morales y normas de convivencia social. Todo ello transcurre en la relación padres-hijos, en ese entramado de palabras, afectos, actitudes, sentimientos, deseos, identificaciones y expectativas que la conforman. No es posible educar sin implicarse subjetivamente, sin estar ahí, sin guiar o aconsejar, sin delimitar algunos impulsos del niño. Sin embargo, en nuestros días abundan las familias en las que los padres han desistido de educar o que simplemente no ejercen su papel de educadores. Quizá debido a la propia falta de educación y cultura, al cansancio o desbordamiento ante las exigencias laborales o económicas, o a la reacción a una educación excesivamente autoritaria. A veces los padres no toleran la incomodidad que educar les supone, y en ocasiones incluso temen inconscientemente perder el amor de su hijo. Abunda la confusión de que ser buenos padres equivale a ahorrar al niño cualquier sinsabor o contratiempo, y a darle todo lo que pide. Es preciso reflexionar, serenamente, sobre estas posiciones que están en el origen de muchos problemas escolares, tanto de los alumnos como de los profesores.

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